Comparte esto:

Se sentó en la mesa más cercana a la ventana y cruzó las piernas. Llevaba el vestido que tanto le gustaba, el que decía estar confeccionado para su figura. Se lo arregló cuidadosamente y suspiró.
-Quiere algo –le interrumpió el camarero.
-Una gaseosa, por favor.
-Ahora mismo.
Tenía el reloj del salón a la vista y lo había mirado varias veces en la última media hora. No era normal el retraso. La puntualidad de él nunca se había puesto en duda, y ella siempre confiaba en ello.
Suspiró y miró por la ventana; un coche de caballos, unos niños girando un aro, unas damas cuchicheando, y dos caballeros fumando en pipa.
Lo cotidiano le molestó un poco, y volvió a arreglarse el vestido.
El reloj corría demasiado para su paciencia y decidió girarse hacia la ventana completamente; así no lo miraría ni de reojo.
Se pidió una segunda gaseosa y una tercera. Y luego un té, porque se sentía inflada.

Cuando reparó en que la tarde caía, bajó de nuevo la mirada a su vestido. Arrugado y mojado por haber tenido las manos en el mismo sitio demasiado tiempo, nunca lo volvió a arreglar; en su lugar, recordó de nuevo, como lo había hecho ya por la mañana, como lo había hecho la tarde anterior, y la anterior a esta, cuán abrumadoramente sincero había sido la semana pasada en el parque, cuando le devolvió el regalo que le había hecho, envuelto en el mismo papel de regalo en que se lo había dado; cuando le dijo que las vidas que vivían no se parecían en nada, y que complementarlas como decía ella, habría sido una insensatez. Y recordó también que siempre se veían en aquel café, y que siempre pedía una gaseosa, y que siempre le echaba un piropo nada más llegar, y lo puntual que era.